Homenaje a George Orwell :: “1984”

POR MARTÍN ZUBIETA

Pequeño ensayo sobre la anticipación

Existen palabras que son antitéticas. Utopía y distopía constituyen un tándem inseparable. Desde los días de Tomás Moro (1478-1535) la idea de utopía está asociada a la perfección, a la existencia de un universo (social, político, económico) inmejorable. Ese mundo, ideal e inalcanzable, no existe. Constituye, en todo caso, el mejor de todos los sueños humanos posibles. La distopía es la negación de utopía. Es la concreción palpable de un mundo espantoso, de una sociedad insoportable, falaz y atroz. Una sociedad distópica sería aquella que se ubica en las antípodas de ese sueño de justicia y libertad que plantea la utopía. La utopía implica una búsqueda constante. La distopía es la negación de esa búsqueda. La distopía, desde la ficción, supone la aceptación de la represión y el totalitarismo.

El británico George Orwell (1903-1950) participó de una utopía y plasmó, quizá como nadie (o tal vez como Aldous Huxley con Un mundo feliz, de 1932) la distopía perfecta. Afiliado al espíritu que comenzó a transitar su propio camino a partir de la Revolución Bolchevique de 1917, Orwell no disimuló sus simpatías para con los movimientos revolucionarios. En tanto periodista y escritor, viajó y contó lo que veía, empezando por las miserias de la propia Inglaterra. Escribía y describía. Las cuestiones sociales y políticas siempre formaron parte de su biografía y de su hacer intelectual. Era un libre pensador de izquierda. Trabajó en la BBC durante la Segunda Guerra Mundial y antes había sido testigo de la Guerra Civil Española, entre 1936 1939 (su texto Homenaje a Cataluña es extraordinario), sitio en el que comenzó a separase definitivamente del stalinismo y sus prácticas. En esa época Orwell simpatizaba con los anarquistas españoles, con los que incluso llegó a militar. Acaso aquí haya comenzado a surgir la idea de 1984 (que se publicaría recién en 1949).

1984 es la distopía perfecta. Sucede en el futuro. Y nada es como en el sueño original. Inglaterra ya no existe como tal y en el mundo hay tres regiones geopolíticas constantemente en guerra: Oceanía (con la Gran Bretaña incluida), Eurasia y Asia Oriental. En ese lugar atroz, está prohibido pensar libremente y ese es uno de los delitos: pensar. Para eso está la Policía del Pensamiento: para controlar y perseguir. Existe un partido único que maneja y decide todos los derechos de los habitantes. El Estado es omnipresente y vigila a sus súbditos a través de una constante Telepantalla, presente en todas partes: en el trabajo, en las los lugares públicos, en las casas particulares. Naturalmente, existe un partido único (inequívoca referencia al Partido Comunista de la Unión Soviética y a Stalin) que decide los destinos de la nación. Hay un Partido Exterior (los burócratas estatales), Interior y los proles, que no le interesan a nadie y constituyen la abrumadora mayoría. Los lemas partidarios son también atroces, además de mentiras flagrantes y contradicciones lógicas: “La guerra es la paz”; “La libertad es la esclavitud”, “La ignorancia es la fuerza”. Ese Estado, además, propone una especie de “neolengua”: lo que ella no denomina, no existe y no puede ser razonado. La propaganda es permanente. Desde la pantalla, el Gran Hermano arenga a las masas y explica las políticas de Estado, siempre perfectas. Desde allí se propaga el fanatismo y los “cinco minutos de odio” diarios contra Emmanuel Goldstein, sin duda el “enemigo del pueblo” que alguna vez fue compañero de ruta y revolucionario. Ahora es la encarnación del demonio (la referencia a Trotsky, cuyo verdadero nombre era Leon Davidovich Bronstein, parece obvia). Este Estado tiene sólo cuatro ministerios: el Ministerio del Amor, que castiga a los réprobos y promueve el “amor” por el Gran Hermano y por el partido, el Ministerio de la Paz (que se ocupa de la guerra, que es constante), el Ministerio de la Abundancia (en realidad de una economía de escasez y miseria) y el Ministerio de la Verdad, que se ocupa de reescribir la Historia, de contar repetidamente lo “correcto” desde el punto de vista del presente, que siempre debe coincidir con el pasado: la versión oficial del relato estatal no puede equivocarse. Aquí trabaja el protagonista de la novela, Winston Smith. Él es quien rescribe y destruye. Él se ocupa de la “historia oficial”. Él es quien advierte que todo es falso. El Partido proclamaba: “El que controla el pasado controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado”.

Winston se enamora de Julia. Ambos creen poder librarse de este Estado. Sueñan con la posibilidad de la resistencia. Saben que pensar libremente está prohibido. Pero lo intentan. Y fracasan. Los traicionan, los encarcelan, los torturan, los obligan a delatarse. Ese amor debía desaparecer: iba en camino a no haber existido nunca. Ese era el destino de quienes resistían: los “vaporizaban”. Y con ellos, su pasado. La Policía del Pensamiento los “quiebra” lentamente. No importa qué es cierto. Importa el relato: dos más dos es cinco. Es lo que sostiene el dogma. Al partido le interesa que adoren al Gran Hermano. Winston resiste. Le dice a O`Brien (uno de los traidores) que se trata de algo imposible, que no se puede organizar una sociedad sobre el miedo, el engaño y la crueldad: argumenta que el espíritu del hombre los detendría. Winston Smith, en algún momento del futuro, tendrá razón. Pero O´Brien siguió adelante. No se trataba de la verdad. Winston Smith debía amar al Gran Hermano. Para siempre.

George Orwell murió el 21 de enero de 1950. Tenía 47 años y sufría, desde hacía mucho tiempo, de tuberculosis. Una lápida en el cementerio de Sutton Courtenay, Oxfordshire, Inglaterra, lo recuerda con su verdadero nombre, Eric Arthur Blair.

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