Crónica de un viaje imaginario

POR MARTÍN ZUBIETA

Otro vagabundeo por la metafísica del arrabal

Las buenas costumbres suelen indicar que los peregrinos siempre saben dónde van. Al mismo tiempo, el mundo propone lugares imposibles: nadie los conoce pero todos saben que existen. Se trata de sitios tan extraordinarios que hasta es lícito arriesgar la posibilidad de una quimera: no se puede edificarlos o construirlos. Existen, tienen entidad y su número es incalculable, pero sólo “son” a través de la imaginación. Forman parte del cosmos y constituyen aquello que George Steiner denomina “alegría estética”, lo que no significa otra cosa que reencontrarse con el eterno placer de la lectura.

¿Es posible suponer un viaje a la Biblioteca de Babel? Naturalmente, pero sus detalles no están en ningún catálogo. La ciudad que la cobija no figura en ningún mapa y, de acuerdo a Jorge Luis Borges, la Biblioteca es lo único que justifica la existencia de tal metrópolis, tanto que se la conoce como “el Universo”, simplemente. Sus galerías son hexagonales, con barandas pequeñas, y desde cualquiera de sus hexágonos se ven los pisos inferiores y superiores. Tiene un baño, dicen, un cuarto no demasiado grande, una escalera en espiral y un espejo. Cada anaquel es perfecto: contienen 32 libros de igual tamaño y cada libro tiene, ni más ni menos, 400 páginas cada uno; cada página tiene 40 renglones y cada renglón 80 líneas escritas en tinta negra. La Biblioteca es infinita pero los símbolos ortográficos son 25 y eso parece ser suficiente para expresar todo lo que amerita ser expresado. Incluso la historia de aquello que todavía no ha sucedido, el mismísimo catálogo de la biblioteca, catálogos apócrifos, la traducción de cada libro en todos los idiomas posibles y la historia de la muerte de cada hombre. Borges, sin demasiadas precisiones, anota que los bibliotecarios, por generaciones, la han recorrido inútilmente buscando “el libro”, aquel que contiene a todos los demás.

Si Babel es desconocida, además de inhallable, cualquier caminante puede intentar buscar una posada o un hotel barato en Barataria, la única isla rodeada por tierra y no por agua que ha existido jamás (por lo menos en algún lugar) Miguel de Cervantes Saavedra, acaso engañando a propios y extraños, afirma que está situada en medio de Aragón. Pero no lo sabemos. Lo único concreto y aparentemente real es que durante una semana el buenísimo de Sancho Panza se encargó de gobernarla con envidiable rectitud ayudado por los consejos de Don Quijote.

El viajero imaginario también puede apuntar las naves hacia Inglaterra y tratar de encontrar a Sir. Arthur Conan Doyle (después de todo tan difícil no puede ser ya que Doyle era espiritista) para que, gentilmente, oficie de guía hacia la región de Dartmoor. Allí, a sólo 22 kilómetros de la cárcel de Princeton, en algún lugar de la inexistencia real y concreta, se levanta, misteriosa, la Mansión de los Baskerville. Con nulo esfuerzo hasta es probable sentir los pasos de Sherlock Holmes y el Dr. Watson: ellos, al igual que el turista accidental contemporáneo, se alojaron en la misma vieja casona entre el 25 de septiembre y el 20 de octubre de 1888. La leyenda del perro monstruoso que aterrorizaba a los vecinos y visitantes de los pantanos que rodeaban Baskerville, todavía se cuenta. Sherlock resolvió el acertijo, como no podía ser de otra manera.

Los mundos imposibles manejan los destinos casi a voluntad. En Nueva Inglaterra, al noreste de los Estados Unidos, Edgard Lee Masters también inventó un sitio que jamás existió pero al cual es imposible olvidar: Spoon River. Hasta quienes perciben la imposibilidad de un paseo fugaz e insólito por confines solamente escritos, sienten que alguna vez han estado allí. Spoon River es particular por su cementerio. Sus lápidas, más que los hombres y mujeres del lugar, son las encargadas de relatar las historias de los muertos: los forasteros, casi sin querer, se enterarán de la biografía de Henry Chase, el borracho, o de los detalles de la vida de Mr. Blood, el responsable de cerrar todos los cafés y bares de la comarca. El propio Edgard Lee Masters, quizá suponiendo el paso veloz de algún viajero apurado, advierte que uno de los epitafios más notables es el de Hortense Robbins. El concepto de una biografía inquieta aparece bosquejado sobre la piedra. Las palabras sugieren las diferencias entre el ser y el no ser:

Mi nombre aparecía a diario en la prensa,
Si había yo cenado con éste o con aquel
O viajado a alguna parte.
O alquilado una casa en París.
O invitado a algún noble.
O estado en Baden Baden, para hacerme una cura
Ahora me encuentro aquí.
Honrando a Spoon River, junto a los antepasados de los que una vez nací.
A nadie le importa ya a dónde iba a cenar,
Ni en donde vivía, ni a quien recibía,
Ni cuantas veces estuve en Baden Baden.

A veces es conveniente no abandonar los distritos de la fantástica América del Sur. Por estas tierras, hay cientos de viajes imaginarios posibles, pero tal vez la más “real” de todas las ideas sea la de visitar Macondo. Un tal Gabriel García Márquez todavía anda por allí. Este pueblo colombiano fundado por José Arcadio Buendía, tiene una arquitectura difícil de empardar y miles de historias para escuchar: desde todas las casas es posible llegar al río, ya que Buendía trazó las calles de tal manera que ninguna reciba más sol que las otras, sobre todo al mediodía, cuando el calor es insoportable. Hacia el este, la sierra protege a Macondo. Hacia el sur, los pantanos. Por el oeste hay una especie de lago con ballenas con cabeza y torso de mujer, detalles que habitualmente confunden a los navegantes por la belleza de sus pechos (un homenaje a la leyenda de Ulises, probablemente) Al norte, finalmente, está el mar.

Absurdamente, una epidemia de insomnio se abatió sobre el pueblo, pero el problema no era no poder dormir, sino perder la memoria. Incluso no se les permitía a los viajeros comer ni tomar nada durante su paso por Macondo. Como todos se olvidaban de todo, les ponían inscripciones con sus nombres: “silla”, “mesa”, “gato”, “puerta”… En el camino de ingreso al pueblo existe un cartel que dice “Macondo” y en la calle principal hay otro aún más grande. En él todavía se lee “Dios existe”.

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