Misceláneas

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Pequeños relatos en la periferia de lo imposible

Existen distintos acontecimientos históricos que están indisimuladamente unidos a sus protagonistas o circunstancias, mucho más allá de las interpretaciones socio históricas o políticas que el fenómeno en sí trajo aparejado. El concepto “Apolo XI” no explica la carrera espacial ni los infinitos vericuetos ideológicos de la Guerra Fría pero se refiere directamente a un momento particular: es la nave que le permitió a Edwin “Buzz” Aldrin y Neil Armstrong “alunizar” sobre la superficie de la luna (es interesante suponer que el instante inauguró el verbo) el 20 de julio de 1969 mientras Michael Collins pilotaba el módulo lunar para regresar a casa. El Apolo XI, independientemente del resto de los acontecimientos, es ya (o adoptó con el tiempo) una historia en sí misma: se puede contar su propio derrotero.

Del mismo modo la palabra “pampero”, más allá de un gentilicio genérico que alude a una región o un viento fuerte y frío que avanza desde el sur argentino, adopta ropajes de nombre propio al mencionar el caballo de un famoso cacique patagónico imaginado por Dante Quinterno o al recordar, tal vez, al globo aerostático nacional más famoso: el Pampero. Ese era el nombre del globo con el que Jorge Newbery y Aarón de Anchorena cruzaron el Río de la Plata el 25 de diciembre de 1907, en lo que se transformó en una circunstancia fundacional. El Club Atlético Huracán de Parque Patricios tiene, precisamente, este distintivo en su escudo. La palabra Pampero también permite contar todas las historias asociadas a su denominación o a su connotación.

La sola mención de un nombre, Manfred von Richthofen, no implica hablar exclusiva y particularmente de la Primera Guerra Mundial ni de la Triple Alianza, la Triple Entente o el Imperio Austro Húngaro. Mucho menos de Versalles, la Conferencia de París o el Tratado de Locarno. El nombre propio remite a una biografía que (si fuese posible) recoge el espíritu más romántico o heroico que implican los horrores de toda guerra: el nombre de un gran piloto que a bordo del Albatros (biplano) o un Fokker DR I (triplano) derribó alrededor de ochenta aviones enemigo, básicamente ingleses o franceses, hasta que finalmente fue abatido el 21 de abril de 1918 sobre territorio galo. Incluso su nombre permite discutir (aún hoy) si el responsable de su muerte fue el capitán canadiense Roy Brown o el soldado raso australiano William John Evans. Von Richthofen, o el Barón Rojo, tal como se lo conocía, remite a la Gran Guerra. Pero, como en otras tantas oportunidades, la narración de su propio y efímero derrotero permite al mismo tiempo recorrer senderos paralelos pero en absoluto ajenos al contexto en el que se desenvolvió. El aviador alemán fue enterrado con honores militares por los británicos.

Enola Gay era una señora de Illinois, Estados Unidos. Estaba destinada a pasar absolutamente desapercibida para la Historia pero un hecho fortuito, circunstancial y hasta azaroso la transformó no en una mujer célebre pero sí conocida: su nombre estaba pintado en el fuselaje de un avión que será (que ya es) inolvidable: el Boeing B-29 Superfortress que arrojó la primera bomba atómica sobre Hiroshima, Japón, el 6 de agosto de 1945, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Pero no se trataba de una casualidad: era la madre del piloto, Paul Tibbets. El nombre no explica nada. Ni el Proyecto Manhattan ni las intenciones de Robert Oppenheimer. Tampoco sugiere discusiones morales, éticas o filosóficas respecto a un debate que probablemente jamás se resuelva respecto a las consecuencias del uso de la energía atómica. Pero dos palabras, “Enola Gay”, ya forman parte -desde un rincón periférico y hasta irrelevante- de la historia atómica contemporánea más allá de los sueños de su propietaria o determinadas intenciones filiales.

Otro avión, en un contexto parecido, adjunta en su foja de servicios otra historia extraordinaria. La ofensiva aliada sobre la Alemania nazi implicaba, desde el frente occidental, hacer retroceder a los soldados de la Wehrmacht para que abandonasen Francia, Bélgica y Holanda. En el Este, los nazis ya sufrían la derrota de Stalingrado (se habían rendido el 2 de febrero de 1943). Sobre Europa Occidental, los bombardeos sobre las posiciones alemanas eran constantes. Entre ellos estaba un Boeing B-17 estadounidense al mando del capitán Robert Morgan quien, continuando con una vieja tradición, también bautizó a su “fortaleza volante”. Lo llamó Menphis Belle, en honor a una joven, Margaret Polk, que había conocido. Más allá de las intimidades, el Menphis Belle y su tripulación (compuesta por once personas entre piloto, copiloto, navegantes, artilleros y bombarderos) en 1943, lograron regresar a casa sanos y salvos luego de completar ¡¡¡25!!! misiones ininterrumpidas de bombardeo sobre Alemania o los territorios ocupados de Holanda y Francia. Despegaban desde Escocia, volaban sobre Europa continental y regresaban. Los que podían: más de la mitad de las tripulaciones aliadas de la Segunda Guerra Mundial murieron en el aire. De allí la proeza del Menphis Belle, que habla de sí misma y de su contexto. La película homónima dirigida por Michael Caton- Jones en 1990 cuenta la historia del último bombardeo de este notable B-17.

Los grandes sucesos suelen tener apostillas que cobijan otras contingencias. Como la del

trasatlántico británico Lusitania, que cubría la travesía entre las Islas Británicas y New York para la Cunard Line. Pero su último viaje tuvo consecuencias insospechadas: mientras navegaba entre New York y Liverpool, cerca de la costa de Irlanda, fue torpedeado por un submarino alemán (el U-20) el 7 de mayo de 1915, en plena Primera Guerra Mundial. Murieron casi alrededor de 1200 personas, entre ellos muchos estadounidenses. La opinión pública mundial se puso en contra de Alemania, entre ellas la de Estados Unidos. Woodrow Wilson había llegado a la Casa Blanca con la idea de mantener neutral a su país. El hundimiento del Lusitania, entre otros hechos, modificó la percepción política de los Estados Unidos, que ingresaron formalmente a la guerra luego de este acontecimiento. Y el ingreso de la Unión fue decisivo. Tan “decisivo” como el fallido Telegrama Zimmerman: tratando de utilizar a su favor los históricos conflictos territoriales entre Estados Unidos y México, el ministro de Relaciones Exteriores alemán,

Arthur Zimmermann, durante la Primera Guerra Mundial, intentó que el gobierno de Venustiano Carranza negociara con Alemania para atacar a los Estados Unidos, que aún se mantenían neutrales. Pero el telegrama que Zimmermann le enviara a su embajador en México, Heinrich von Eckardt, el 16 de enero de 1917, fue interceptado y descifrado por los servicios secretos británicos. “Como México perdió la mitad de su territorio en una guerra injusta, siempre hubo un resentimiento enorme contra los Estados Unidos. Cuando hubo la oferta del telegrama Zimmermann, había muchas personas que hubieran pensado que era muy atractivo recuperar el territorio”, dijo Josefina Zoraida Vásquez, profesora de historia en el Colegio de México, de acuerdo a lo que reportó el diario La Nación de Buenos Aires, el pasado12 noviembre de 2014. La artimaña diplomática no funcionó. México sigue teniendo las mismas fronteras que en 1917, año en el que, además, sancionó su revolucionaria y moderna Constitución. Los Estados Unidos, finalmente, decidieron la suerte de la guerra.

El resto es historia conocida.

Incluso esta pequeña colección de datos inútiles.

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