Crónica de una travesía en kayak :: PARQUE NACIONAL LOS GLACIARES

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TEXTO MARTÍN “CACO” CALVAR
FOTOS MARTÍN “CACO” CALVAR  – Nicolás Cantini – Diego “Rana” Algraín

Los lagos y los ríos del sudoeste santacruceño constituyen el marco extraordinario para una “remada” épica de más de mil kilómetros. Los nombres propios, transformados en particularidades geográficas, son una muestra del recorrido: Bajo Caracoles, el Fitz Roy, el Glaciar Viedma, Calafate, Lago Argentino o los glaciares Upsala y Perito Moreno.

La idea de hacer una expedición había comenzado a tomar color hacía tiempo. Cada uno de nosotros necesitaba volver a tener un desafío: varios días en un lugar que nos exigiera, tanto técnica como psicológicamente y que nos obligara a tomar decisiones acertadas y ejecutarlas en situaciones exigentes. Esa era la motivación de nuestro viaje que, luego de muchos vaivenes, logramos planificar.

El “Rana” Diego Algraín, un amigo de Nicolás Cantini de toda la vida, llegó sobre la hora desde Rosario. Arrancamos a eso del mediodía rumbo a Calafate. El entusiasmo me embargaba, ya que era la primera vez que iba a hacer la Ruta 40 y a remar en tramos tan largos en kayak de travesía. Sabíamos que los tres contábamos con la técnica y la experiencia necesaria para hacer la expedición. Aún así, siempre existía la duda respecto a lo que nos esperaba.

Hicimos los primeros 900 kilómetros entre historias de escaladas, ascensiones y alguna que otra andanza, para terminar vivaqueando al costado de la ruta, donde fuimos escoltados por alimañas de la zona durante toda la noche. Nos levantamos y luego de unos mates, comenzamos los últimos 700 kilómetros que quedaban. Al aproximarnos a Bajo Caracoles, ya podíamos distinguir la silueta del Fitz Roy enmarcada en un cielo alucinante.

Luego de algunas fotos del Glaciar Viedma, del lago y de agujas de roca, llegamos a Calafate. Al otro día salíamos a recorrer el Lago Argentino hasta el glaciar Upsala. Teníamos el tiempo justo para ir a Parque Nacionales a buscar nuestro permiso.

Al otro día, sin esperar el amanecer, estábamos en el puesto de Prefectura para que nos habilitara la navegación. Era muy temprano, pero necesitábamos aprovechar la hora en la que el lago se encontrara calmo. Luego de algunas preguntas, consejos y firmas de rigor, salimos para Puerto Banderas nuevamente.

Allí comenzamos a preparar nuestro equipo mientras un prefecto nos pasaba el parte y nos informaba que íbamos a tener unos 24 nudos de viento con ráfagas de 30, lo cuales se sumaba al “nudo” que teníamos en nuestra garganta.

Por esas cosas que no se pueden precisar, no nos detuvimos a pensar la conveniencia de esperar otro días más. Simplemente partimos. Cuando comenzamos a remar estábamos reparados, así que, sin darnos cuenta, salimos de la bahía para encontrarnos con la realidad: olas grandes y mucho viento, con ráfagas que nos asediaban continuamente.

Arrancamos cruzando el canal de los témpanos alineados uno al lado del otro, pero de pronto, nos encontramos luchando en solitario contra las olas. Así que comenzamos a darlo todo para cruzar mientras nos observábamos a lo lejos resolviendo como titanes.

Cuando alcanzamos la otra orilla nos reparamos en una bahía y comenzamos a sospechar cómo sería la expedición. Sin saberlo, todavía nos esperaba un tramo duro, sin olas, pero con tanto viento de frente que no nos dejaría avanzar.

Con mucho esfuerzo llegamos –exhaustos- a la costa en la que pensábamos acampar. Era inevitable pensar en lo que sería el día siguiente, cuando tendríamos que cruzar uno de los pasos claves. La Boca del Diablo es una angostura donde pasa, por un embudo natural, todo el viento que viene del canal Upsala, lo cual genera una simple ley física que no puedo explicar más que de manera coloquial: “el viento se ponía heavy”. Creo que por las cabezas de todos pasaron las historias que habíamos escuchado días anteriores acerca de parabrisas rotos y olas gigantes.

LAS OLAS Y EL VIENTO
Comenzamos un poco antes del amanecer con una bahía bastante calma pero, para cuando llegamos al paredón de la boca, comenzó la hecatombe. Hubo que ponerle muchísima actitud y la coctelera se transformó en una “señora coctelera” que no nos dio tregua hasta llegar a un témpano encallado unas 4 horas después. La masa de hielo trató de darnos un respiro para el viento, pero no pudo hacer mucho, así que salimos a buscar un lugar donde acampar y comer algo. Terminamos remando hasta una bahía calma donde nos esperaban unas vacas salvajes. ¡Jamás había visto algo así! Una vaca con abdomen marcado, fibrosa y de temer, nos dio la bienvenida.

Decidimos hacer campamento bajo unas lengas y esperar al otro día. Poco a poco nos fuimos aburriendo de no hacer nada y decidimos salir a explorar. Quizás el más atinado fue Nico, que se dirigió a ver el paso complicado que nos esperaba al otro día. El Rana y yo decidimos probar suerte con unas líneas de pesca improvisadas. Como era de esperar, a uno se le enganchó la línea al primer tiro y para no quedar afuera, al otro se le enganchó en el segundo. Por suerte llevábamos comida de sobra para no depender de la pesca.

A REMAR SIN PAUSA
Arrancamos cruzando el paso antes del alba, pensando que nuevamente nos esperaría un día duro. Pero nos sorprendió un sol alucinante y una quietud que nos dejó sin energías al final de la jornada. Teníamos que aprovechar el día y eso fue lo que hicimos. Remamos durante 11 horas casi sin detenernos. A media tarde, mientras buscábamos un lugar para acampar en medio de las rocas recientemente erosionadas por el glaciar Upsala, decidimos continuar. El buen clima nos ayudaba pero como no sabíamos cómo continuaría, decidimos seguir hasta donde los témpanos nos permitieran.

La fascinación nos hizo olvidar el cansancio y remamos hasta que nos quedamos sin aliento. Témpanos gigantes nos rodeaban, el glaciar Upsala frente a nosotros se unía al Bertachi y en el medio los dividía una morrena impresionante. Todo aquello nos embargaba el corazón al tiempo que nos hacían temblar los movimientos de algún témpano o los desprendimientos que tronaban en las montañas que nos rodeaban.

Teníamos que volver, aunque nos hubiésemos querido quedar en aquel lugar la mismísima eternidad. Pero todavía nos quedaba un gran tramo hasta la playa donde acamparíamos.

Le dimos duro hasta el anochecer para preparar el campamento justo a tiempo. Exhaustos, hicimos la comida, instalamos la carpa y encendimos un fueguito para finalizar la jornada.

EL RETORNO
La mañana siguiente nos saludó con unos témpanos cerca de la playa. Desayunamos bien temprano y salimos a desandar el camino por la otra margen. Fue un cruce duro. Pasamos la entrada del Canal Spegazzini y continuamos remando mientras buscábamos un refugio que jamás encontramos. Después del almuerzo remamos unas horas más y decidimos descansar aprovechando el viento. Desplegamos un aislante gigante que unía los tres botes y así diseñamos nuestro nuevo invento: “el kayakmarán”.

Al llegar a la Bahía del Paso del Diablo decidimos no arriesgar y portear los botes para luego remar hasta la casa del guardaparque en Punta Avellaneda. Allí nos esperaba una cabaña poco utilizada, con una cocina económica, camas con colchones y leña cortada.

Atamos los botes a un palo en la costa y nos fuimos a descansar. Allí decidimos que, en lugar de cruzar a Puerto Bandera y terminar la expedición, remaríamos uno o dos días más hasta el Glaciar Perito Moreno. Dejamos asentado en el libro de Parques nuestro recorrido, junto con un agradecimiento por el uso de las instalaciones.

UN FRÍO CHAPUZÓN FINAL
Nos levantamos por la mañana descubriendo que el oleaje había acosado durante toda la madrugada a nuestros botes. Llenos de agua helada, pero con la suerte de no haber perdido nada, comenzamos a “achicar” para arrancar lo antes posible. El cruce fue un poco más difícil de lo pensado. El punto al otro lado de la orilla se iba corriendo poco a poco, como si se tratase de una zanahoria a la que creíamos no alcanzar. Este factor psicológico se agudizaba con el cielo encapotado y la idea de una inminente tormenta de viento que nos pillara en medio del canal.

Finalmente llegamos a la otra orilla y aunque estábamos cansados y con mucho frío, decidimos continuar remando un rato más. Durante la parada del almuerzo comenzamos a deliberar si nos quedaríamos acampando hasta el día siguiente o remaríamos hasta el Perito Moreno. Lo que nos hacía dudar era que no sabíamos si el permiso otorgado por Parques comprendía la navegación del canal de los témpanos hacia el Glaciar Moreno o, luego, nos someterían a un sermón por llegar hasta allí. Luego de hacer conjeturas de todo tipo, decidimos remar lo más cerca posible del glaciar y terminar en el destacamento de Parques. Al otro día descubrimos que fue la mejor opción, ya que se desató una tormenta de viento típica del lugar.

Luego de unas fotos y de algún que otro chapuzón, dimos por terminada la expedición. Lo que quedaba de ron sirvió para el brindis y motivación para un chapuzón en las gélidas aguas del Lago Argentino. Tengo que aclarar que yo no me mojé ni un dedo.

Luego de informar nuestro regreso a zona urbanizada en el destacamento de Parques, Nico se fue (mitad de aventón, mitad a pata) en busca de la camioneta mientras que con el Rana porteábamos todo el equipo y elongábamos un poco. De regreso a la civilización, nos esperaban los muchachos para hacer un asado y escuchar nuestras anécdotas. Así fue como terminaron con más ron en un bar. Yo en cambio me quedé descansando en casa.

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